Servir de ayuda, desde la propuesta rogeriana, significa que estaremos apoyándonos en las fuerzas inherentes a cada persona. Ni el terapeuta ni la terapia son las que cambian a la persona, es esta quien tomará de la relación lo que necesita para construir una nueva forma de estar. Tanto la intención, como la dirección y energía de crecimiento están y pertenecen siempre a la persona en cuestión.
Dicho así suena muy frío pero mientras pongamos nombre a los ingredientes verás que Rogers en realidad se movía con un aprecio y respeto muy grandes hacia el humano y la vida en general. Estos ingredientes no se pueden aplicar sin implicación personal, como quien pone una capa de barniz sobre una tabla de madera, más bien se transmiten en la manera de ser de quien ofrece ayuda y por eso Rogers se refirió a ellos siempre con el término de actitudes. En el Enfoque Centrado en la Persona se les suele nombrar de la siguiente manera:
- Consideración positiva incondicional (se le ha llamado de varias maneras, otra muy conocida es aceptación positiva incondicional)
- Empatía, o escucha empática
- Congruencia o transparencia
No es objeto de este escrito desmenuzar cada una de estas actitudes, no obstante podemos aclararlas rápidamente. La consideración positiva incondicional habla de un aprecio hacia y una confianza en la persona sin necesidad de justificación. Es una especie de “siento amor por ti por el simple hecho de ser, independientemente de lo que hagas, pienses, decidas o sientas”, supone un respeto muy profundo por la persona. Si el terapeuta de verdad consigue cultivar esta actitud, es evidente que su intención no será cambiar a la persona que tiene delante, sino comprenderla. Y aquí viene la segunda actitud, la escucha empática, con la que Rogers se refiere a la disposición cabal de aprehender el mundo íntimo de significados del otro y ver su mundo a través de estos, no pretende hacer un análisis sino ver y entender a la persona tal y como esta se ve y entiende a sí. A veces explicamos esta actitud como si se tratase de sentir y pensar como si fuésemos la otra persona.
El como si de la empatía es importante, pues nos recuerda que a pesar de poder entrar en el mundo interno de la otra persona y comprender sus significados, seguimos siendo individuos con nuestro propio mundo de sentidos y significados. Las implicaciones de esto también son objeto de largo estudio pero basta con decir que la persona que solicita nuestra ayuda necesita percibir que somos reales y transparentes. Dicho de otra forma, nuestra consideración positiva y empatía servirán de ayuda sólo si son genuinas.
Estas actitudes le permiten a la persona desandar el camino de la “patología”, pues haber crecido en un contexto con valores opuestos a estas es lo que nos lleva a perder la capacidad de guiarnos satisfactoriamente de acuerdo con nuestras necesidades y las del entorno.
Es probable que te estés preguntando hasta dónde se puede confiar en el humano y hasta dónde somos capaces de ser nuestra propia guía sin caer en el egoísmo o la mera satisfacción de nuestras necesidades por encima de las de los demás. Esta es una objeción que se suele plantear al Enfoque Centrado en la Persona; es una visión muy optimista y no da cuenta de la oscuridad que hay en el humano, por decirlo mal y pronto.
Uno de los contextos en el que más se plantea esta cuestión es en el de la crianza y la educación. Es muy difícil creer que un niño, si se deja que sea su propia guía va a aprender lo necesario para moverse en el mundo adulto. Una idea imperante en nuestro sistema educativo es la del currículum: si al niño se le da libertad, no va a querer aprender, por lo tanto soy yo quien decido qué tiene que aprender y mi trabajo consiste en inyectar todos estos contenidos independientemente de sus intereses -en muchos casos podríamos decir incluso que por encima de sus intereses. ¿Qué frase más común hay en la crianza que la de “deja de jugar y ponte a hacer…”?
¿Qué pasaría si permitiésemos que el niño tomase las riendas de su formación?
Más aún, ¿Cómo habría sido crecer en un contexto que confiara plenamente en nuestro programa interno?
El libro “Yo nunca fui a la escuela” de André Stern apunta a esta pregunta. Es muy interesante pues permite cuestionar supuestas realidades inamovibles como la de la dificultad en al adolescencia, por ejemplo. Plantea que cuando un niño no necesita diferenciarse ni autoafirmarse frentes a los padres (pues ha crecido siendo valorado y respetado como un otro válido, único e irrepetible) no tendrá porque revelarse en la adolescencia.
Pero André no quiere abogar por un estilo educativo ni convencernos de nada; es de un principio nos previene de tomar su historia como modelo o guía. Es consciente de que su vida es una anécdota más en la mar de historias personales, pero inevitablemente invita a reflexionar sobre el poder que le hemos dado a la desconfianza sobre nosotros mismos. André vive como si fuese un juego, no sólo no tiene miedo a fallar, plantea que no hay ninguna necesidad de acertar.
Merece la pena echar un ojo también a su página web y sus videos en youtube, por ejemplo esta entrevista.
Daniel Troyse
Psicólogo, docente del Máster en Psicoterapia Humanista Individual y de Grupo